Si el éxito del colono europeo quedó librado a su estoicismo, el desarraigo del poblador criollo estaba decretado de antemano: nunca pasó por la cabeza de aquellos gobernantes ofrecer al nativo las tierras y los créditos que tuvieron los primeros inmigrantes.
–Aquí había una docena de pobladores, gente nutriera –recuerda el viejo Maeta–. Cuando vinieron estos alemanes tuvieron que irse. Uno o dos quedaron con un pedacito de tierra.
Irse no era todavía una desgracia irreparable en el vasto mundo de las islas. El hombre agarraba su canoa y sus trampas y se mudaba a otro lado. Vinieron, incluso, buenos tiempos para esos nómadas. Por el año veinte empezó a valorizarse la nutria: se pagaba cuatro o cinco pesos por un cuero.
–Hubo épocas –dice un antiguo cazador– en que un ministro no podía ganar lo que ganaba cualquiera de nosotros. Yo he visto a uno matar sesenta y ocho nutrias en una noche, sobre la costa del Pavón. Era una alegría todo, un derroche de plata.
La escasez gradual de la nutria, del lobito y del carpincho trajo las leyes de veda, que una vez más desampararon al hijo del suelo.
De todas maneras, estos son sobrevivientes de un tiempo que se acaba. Sus ranchos subsisten a la orilla de los ríos, sus trampas velan los comederos de las nutrias, sus manos mantean los cueros o engavillan el «unco», pero cada creciente que detiene el trabajo en las quintas, cada helada que paraliza los cultivos, arrastra a las ciudades próximas su marea de isleños. Muchos no vuelven.
–Hacen bien –dice Conrado Weide, colono que fue peón–. Para ganar ochocientos pesos por día en la isla, es mejor quedarse en las fábricas.
Unos pocos hicieron fortuna, tienen barco o aserradero. Pedro Peralta, con almacén en Paranacito y veintiocho hectáreas de quinta, recuerda los duros tiempos en que araba hasta la madrugada, con un tractor Vogler que su mujer engrasaba mientras él dormía.
–No había límite para el trabajo. Hemos hecho campo día y noche, y la mayoría andábamos en pata. Hoy nos quejamos, sí, pero aquello era muy distinto.
El cementerio fluvial de La Tinta ilustra a su modo las dos vertientes del destino en las islas. «Hier ruht in gott», «Hier ruht mein lieber Mann» rezan las prolijas lápidas de mármol de los Wolter, Leutenmayr, Steinhauer, Kirpach, Schüpbch, Backert, con que alternan las cruces de madera de Diego Belasque, Margarito Muñós, Estapio Medina o «los restos de Bicente».
En ese rincón de Entre Ríos, alguien quiso que lo recordaran con dos palitos cruzados y un letrero orgulloso: «Nicolás Acosta, el entrerriano».