Las Pruebas de la Marea

La marca puede ser una argolla, una muesca en un poste, una raya hecha con lápiz. Es raro el isleño que no haya conmemorado de algún modo la altura que alcanzaron las aguas en 1959.
En marzo de ese año, el hidrómetro de Iguazú empezó a dar señales de alarma: el Paraná crecía. El 29 de abril alcanzaría una altura de 4,92 metros en el puerto de Rosario. Era una marca alta, aunque por sí sola no habría originado mayores dificultades. El 13 de abril, una fuerte sudestada empezó a embotellar en el Delta las aguas del Río de la Plata. Al día siguiente, el semáforo del Riachuelo señaló 3,78 metros sobre cero: una marea regular, superada el año anterior y, sobre todo, en 1940. La creciente y la marea juntas constituían, sin embargo, algo muy serio.

–Al oscurecer –recuerda José Aguinaga, del Carabelas–, el río estaba medio seco. A las dos de la madrugada había llegado a cuarenta centímetros de la puerta, cubriendo los pilotes. Escuchábamos mugir las vacas. A la mañana siguiente no las escuchamos más.

En ese momento empezó a crecer el río Uruguay. El 17 alcanzó una altura inigualada: 17,75 metros. La triple invasión de las aguas tapó durante meses centenares de miles de hectáreas. Los daños fueron enormes, pero diez años después puede afirmarse que la Gran Inundación demostró la irresistible vitalidad de la zona y fijó los límites de sus posibilidades futuras.
–El Paraná es un río manso –sostiene en Tigre Sandor Mikler, fundador del periódico Delta, que treinta y tres años después de su aparición anda por su número 850–. Las mayores crecientes no matan a nadie. No es justa la imagen desastrosa que le crean los periodistas porteños.
El agrimensor Raúl Donaq, miembro de la junta de gobierno de Paranacito, coincide con Mikler.
–La creciente del ’59 nos tomó de sorpresa: se llevó hasta el archivo. Pero a veces hace más daño la campaña periodística que la inundación. Así ocurrió en el ’66. La gente se asusta, disminuye el valor de las tierras, los precios de la hacienda se vienen al suelo.

Las inundaciones no son la única catástrofe natural que puede acechar al isleño. Las plantaciones de duraznos que hicieron famoso al Delta de principios de siglo casi han desaparecido, arrasados por sucesivas plagas de diaspis y bichos del duraznero. La escaldadura hizo otro tanto con los ciruelos, y una enfermedad desconocida diezmó manzanos, perales y membrillos. Hasta 1967 florecía la citricultura: en junio de ese año,
una helada terrible arrasó montes enteros. Las calamidades no siempre son meteorológicas.
–Yo tenía seiscientas plantas de limones –dice un productor– . Cuando vino la primera helada, le dije a mi señora: «¡Ojalá se sequen todas las plantas!». Al día siguiente salí a caminar: se acabaron los limones.
¡Mejor! Mejor porque yo me libré. Abandonarlos no, pero, si se secaban por mandato de Dios, ¡al diablo los limones!
–Hubo un tiempo en que todos plantábamos formio –explica Luis Corino en el Gutiérrez–. La importación de fibras tiró abajo los precios. Nadie planta más.

Autor: RODOLFO WALSH

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