América No Estaba

El 28 de abril de 1945, un oficial inglés encargado de custodiar un puente cerca de Klangenfurt, Austria, se frotó los ojos antes de disparar su ametralladora Thompson contra un solitario tanque alemán que avanzaba sobre sus posiciones. Después comprendió que el paño rojo y blanco que ondulaba sobre el tanque podía ser la bandera polaca.

–¿Polish? –gritó la silueta que asomaba por la escotilla.

–¡Pólnishe! –respondió el tanquista antes de bajar seguido por sus compatriotas Kostic y Mankievicz, los prisioneros rusos Basil y Tripolof, y dos soldados austríacos.

Culminaba así la odisea que para Sigmund Jasinsky, sargento del ejército polaco, empezó seis años antes, un lunes primero de setiembre, cuando ochocientos aviones alemanes taparon el cielo de Varsovia.

Prisionero, fugitivo, capturado, enrolado por la fuerza en la legión Speer, Jasinsky acababa de completar una fantástica fuga nocturna desde Yugoslavia, entre los penúltimos incendios de la guerra. Tres horas después vestía el uniforme polaco y volaba rumbo a Italia.

Sigmund es hoy Segismundo e incluso Sigue-Mundo, como se llama su modesto recreo sobre el Carapachay, donde veteranos de la gran dispersión europea suelen reunirse para contar historias olvidadas, entre vasos de vino e interminables discusiones sobre el «comunismo», que Segismundo denuesta mientras Carola, su esposa italiana, entona Bandiera Rossa entre carcajadas. Algunos de los hombres que acuden allí no tuvieron en el Delta la suerte que ayudó a la mayoría de los colonos.

Pablo Stopfka vino en 1938 con la idea de quedarse un año; trabajó como peón en las quintas hasta que consiguió trabajo en las salinas de La Pampa y pensó que había encontrado América, «porque en ese tiempo usted trabajaste un mes y puedes vivir un año».

Pero América no estaba, al menos para Pablo. Al año siguiente estalló la guerra y empezó una desesperada tentativa por reunirse con su familia, con su mujer.

–Me llamaba y me llamaba. Me escribía: «Venga porque no te escribo más». Y yo quería volver en Europa, pero no se puede más volver. Quizá la idea se fue debilitando entre papeleos, trámites y cartas.

–Consulado checo me llamó; me pregunta: «¿Tienes plata?» No. «¿Tienes para pagar pasaje?» No.

«¿Tienes la mitad?» No tengo. «¿Tienes tercera parte?» No tengo. «Si quieres, vas a ir gratis.» Pero yo digo: Mira, yo no voy porque, como no tengo plata, yo tengo vergüenza ir gratis.

Entonces, Pablo Stopfka empezó a viajar por los ríos. A razón de treinta metros por día, un kilómetro por mes, doce kilómetros por año, en una draga del Ministerio de Obras Públicas. En diecisiete años recorrió cuatro ríos: el Espera, el Toro, el Antequera, el Carabelas.

–Ahora llegó «Última Thule» –dice misteriosamente, septuagenario de sonrisa infantil, mientras confía en que el ministerio se digne pagarle la jubilación correspondiente al sueldo de veintiún mil pesos que ha dejado de cobrar.