Lanchas de Madera vs Plasticas

PAISAJES EN POLIESTER

En la lancha descubierta, el frío de junio me había cegado a los colores. Después recordé haber visto esos tonos ocres y violetas de las casas, esa luz tierna del atardecer, esa oscuridad de las aguas en el brazo de La Tinta. Pero en Constanza hacía calor; la orilla opuesta se plegaba en terrazas que iban del celeste al gris, sobre la anchura impávida del Guazú. «Es necesario llegar hasta aquí», recordé con Haroldo Conti, «para saber lo que es un río en esta parte del mundo». Olas de casi un metro nos han sacudido en el Bravo; hemos
visto los mimbreras del Seibo, los barcos amarillos de los pescadores en el Ñancay, las relingas brillando al sol, el gris de los álamos entretejido como un gobelino con el verde de las casuarinas, las copas rojas de los pinos calvos. Hemos oído de noche la marejada de los grandes paquetes, mientras los ríos del sueño prolongaban el Delta interminable. En octubre, noviembre, las casas quedarán nuevamente tapadas por el follaje y el perfume arrasador de las madreselvas llevará muy tierra adentro el mensaje de las islas sumergidas en la creciente de la luz.
Los sectarios callan, temiendo quizá el día en que ha de producirse la invasión. Un disparate heredado por los cronistas pretende que el Delta es visitado anualmente por tres millones de turistas. No hay nada de eso. Los dos millones de pasajes que expenden las empresas de lanchas colectivas corresponden a un millón de pasajeros en viajes de ida y vuelta: menos de la mitad son turistas.
El Delta fue descubierto y olvidado. Todos admiten que la década del veinte, hasta comienzos del treinta, fue la edad de oro de los grandes recreos. Bajo un espejo cromado que proclama las bondades de «Deltina, refresco de moda», Manuel Leverone recuerda en el Cruz Colorada aquellos años en que «lo mejor de Buenos Aires» acudía a cenar y bailar. Teresa Giudice, en El Tropezón, evoca con nostalgia los tiempos en que llegaban excursiones de hasta ochocientas personas. La decadencia se acentuó después del ’55: algunos la atribuyen al peronismo; otros, a su caída. Solamente Carlos Jahn, dueño de una acogedora pensión en el Martínez, se ha tomado la molestia de compilar estadísticas: las alzas y las bajas coinciden con los períodos de auge o de crisis económica.
–En 1945 –dice–, en esta zona de Paranacito había cuarenta pensiones con más de trescientas camas. Hoy no quedan ni diez, con menos de cien camas.
Las causas intrínsecas de la decadencia son claras: ni las autoridades ni los particulares hacen nada efectivo por el turismo. La desidia empieza por las guías que publican mapas anticuados, con recreos que no existen. Ejemplo: en Puerto Constanza figura como hotel un local ruinoso, carísimo y sin luz eléctrica. No figura una cómoda pensión en la orilla de enfrente.
El boom de las lanchas de plástico ha traído esperanzas. Jahn anota en su planilla cincuenta embarcaciones de ese tipo que llegaron a su establecimiento en los tres primeros meses de este año. –Se están fabricando alrededor de mil lanchas de poliéster al año –nos dice en San Fernando José Canestrari, propietario, con su hermano, de uno de los principales astilleros–. La industria tiene un crecimiento explosivo, sin límites previstos. Cuando llega la temporada, no hay fabricante que pueda hacer frente a la demanda: no damos abasto.
La perspectiva es quizá brillante. Para que se concrete será necesario que no ocurran episodios como éste: después de recorrer en menos de tres horas los 130 kilómetros que separan Tigre de Ibicuy, descubrimos que ni en el puerto habilitado para buques de ultramar ni en el cercano pueblo de Holt (5.000 habitantes) había una gota de nafta.

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